Una obviedad indispensable.
Durante los últimos veinte años la Argentina fue asolada por un huracán populista que sembró al país de corrupción, destruyó la economía, arruinó la moneda, liquidó las reservas, potenció la inflación y empobreció al cuarenta y cinco por ciento de la gente. Pulverizó al crédito, redujo al sistema republicano -persiguiendo a jueces, fiscales y periodistas-, humilló a las fuerzas de seguridad, protegió a los delincuentes, y como si fuera poco, permitió que las calles se convirtieran en un verdadero infierno para la circulación diaria de quienes cada día se trasladan para ejercer derechos y cumplir obligaciones.
Autor: Félix V. Lonigro EN CLARIN - 19/12/2023
Como todo régimen populista, para su desarrollo y consolidación, el kirchnerismo se dedicó a fabricar pobres, a difundir la ignorancia y a fanatizar mentes. A los pobres los compró con subsidios eternos; a los ignorantes les vendió relatos desopilantes, haciéndoles creer que solo ellos podían “salvarlos” de esos “monstruos” denominados corporaciones, buitres, imperialismo y grupos concentrados; y a los fanáticos los obnubiló con sofismas y falacias inconsistentes.
Si bien la pobreza fue potenciada por las nefastas políticas populistas, su gerenciamiento estuvo, y está, a cargo de aquellos que hicieron y hacen de ella un fantástico negocio: se trata de los conocidos líderes piqueteros, a los que el Gobierno anterior convirtió en intermediarios entre la dádiva estatal y sus destinatarios. Esto dio lugar a un esquema perverso, que no tuvo por objetivo apaciguar el dolor provocado por el hambre, sino consolidar un andamiaje que fuera capaz de sostener al régimen y su relato. La organización del negocio de la pobreza fue una pieza de relojería, cuyas víctimas eran y son los necesitados.
Pero el esquema requirió la generación de un ambiente de hostilidad y descontento para fomentar la falacia, consolidándose así la industria del reclamo y de la protesta profesionalizada, usando como método el corte indiscriminado de calles, e interrumpiendo el funcionamiento de los medios de transporte, fundamentalmente en la ciudad de Buenos Aires, cuyas arterias se convirtieron en un verdadero calvario para automovilistas, transeúntes y comerciantes.
Los líderes piqueteros, empoderados y envalentados, se adueñaron de las calles para convertirlas en el escenario de manifestaciones permanentes, y sentenciaron que cualquier intento de poner orden por parte de la autoridad, constituye un acto de represión inconstitucional que debe ser repudiado. La consigna es: “tenemos derecho a reclamar y la gente debe soportar las consecuencias”.
Una sociedad hastiada dijo “basta” en las últimas elecciones, y la semana pasada la ministra Patricia Bullrich anunció un “Protocolo de Seguridad”, que, en realidad, más allá de su contenido, no ha sido otra cosa que poner de manifiesto una clara voluntad política de terminar con la impunidad de quienes se sienten dueños de la calle y de las libertades ajenas, para lo cual afirmó que se utilizarían los instrumentos institucionales vigentes.
Es probable que un suizo o un alemán considerara innecesario un anuncio como éste; y tendría razón, pero aquí todo es diferente, no sólo porque los argentinos padecemos la perversa patología de incumplir y cuestionar cuanta norma se crea para ordenar la convivencia, sino que además fue asolada por un régimen populista que relacionó siempre al orden con el autoritarismo.
El derecho a reclamar está constitucionalmente previsto, es cierto; pero la misma ley fundamental que confiere ese derecho, dispone que se ejerce, como todos, conforme a las leyes que los reglamentan y sin perjudicar a terceros. Conclusión: si el ejercicio de los derechos perjudica a los demás, se torna abusivo, y la autoridad está, justamente, para evitar que ello ocurra o para subsanar las consecuencias.
Si además, en pleno ejercicio del derecho a protestar se cometieran delitos, el Estado de Derecho exige que la autoridad denuncie y la Justicia sancione. Pues eso no implica criminalizar la protesta, sino institucionalizar el orden, que no es otra cosa que el sentido de la existencia del Estado mismo. Si pretender imponerlo fuera inconstitucional, también lo sería la propia estructura estatal, y la contradicción sería intrínseca, porque, precisamente, los Estados de Derecho surgen a partir de una Constitución.
El esquema institucional está armado: hay leyes, hay fiscales, hay jueces y hay fuerzas policiales que no necesitan autorización judicial para arrestar a quienes delinquen en flagrancia. Solo se trata de poner todo eso en marcha, y de comenzar, de una vez por todas, a modificar ese perverso paradigma cultural de corte populista, que inexplicable y erróneamente, identifica al orden con el fascismo.