Amateurismo y demagogia: una exhibición de populismo explícito.
El Gobierno, que se jacta desde el principio de no haber tenido un plan, languidece a la deriva y recurre a nuevos parches; quedan en evidencia todos los vicios de una cultura política
Autor: Luciano Román LA NACION - 07/09/2023
Si algún historiador, en el futuro, decidiera hacer un ejercicio microscópico y pusiera la lupa sobre los videos de Instagram con los que el ministro de Economía y candidato a presidente lanzó, hace pocos días, una batería de medidas, encontraría, quizás, un valioso material para entender los rasgos de un gobierno que languidece a la deriva. Vería que no se trató de un anuncio, sino de una confesión, y que tampoco fueron “medidas”, sino apenas nuevos parches a los que una y otra vez recurre una administración que se jacta desde el principio de no haber tenido un plan. En esa puesta en escena quedaron en evidencia todos los vicios y deformaciones de una cultura política y de una forma de ejercer el poder: la improvisación, la irresponsabilidad administrativa, la falta de profesionalismo en la toma de decisiones y el desconocimiento, incluso, de la realidad en la que le toca gobernar. Además, se ratificó la idea autoritaria de un gobierno que apela a la imposición y a la discrecionalidad y que no cree en la estabilidad y el desarrollo, sino en una sucesión de “planes platita” que se parecen cada vez más al reparto de papel pintado. El historiador hallaría, probablemente, pistas para descifrar la degradación argentina.
El ministro Massa, como se sabe, anunció el pago de bonos a empleados y jubilados, además de un revoleo de sumas fijas, congelamientos tarifarios y créditos subsidiados para monotributistas. No hubo diálogo con las provincias ni con los municipios, mucho menos con las empresas, como quedó confirmado con la rebelión de intendentes y gobernadores, imposibilitados de asumir esos pagos, y también con los reclamos de entidades como la UIA. No hubo una estimación de costos ni una evaluación del impacto inflacionario que pudieran tener las medidas. ¿Cómo hacen los colegios privados, las clínicas o las pymes para absorber el bono sin trasladarlo a las cuotas, los honorarios o los precios? ¿Cómo hacen los municipios sin incrementar las tasas? ¿Cuántas pymes quedarán asfixiadas por esta nueva e intempestiva imposición que se aparta del sendero de las paritarias? Las respuestas exigirían seriedad, rigurosidad técnica y responsabilidad administrativa, todos valores que el Gobierno parece subestimar con displicencia creciente. Se vio con nitidez en estas últimas medidas, pero alcanza con repasar la crónica política para advertir que el amateurismo de Estado y la mala praxis gubernamental se han convertido en una constante, combinados con altas dosis de ideologismo, arrogancia y autoritarismo que se mezclan en el cóctel de un populismo ramplón.
La falta de seriedad y profesionalismo no solo se ve en el manejo de la economía. La seguridad, la salud, la comunicación oficial y hasta las relaciones internacionales se conducen con esa misma chapucería, escenificada con prepotencia. Si ese historiador imaginario se interesara por estudiar el fracaso de este gobierno, debería prestarles especial atención a algunos hechos de las últimas semanas. Vería al ministro y candidato presidencial envuelto en un increíble papelón tras reunirse con el presidente paraguayo, que apeló a una definición tan inédita como contundente y despojada de diplomacia: “No le compraría a Massa un auto usado”. Es mucho más que un episodio anecdótico: revela la falta de confianza y de respeto que el Gobierno inspira en la región y en el mundo. Muestra, también, cómo decodifican afuera esta estrategia de la improvisación, de la demagogia y de una supuesta “viveza” criolla que subestima al otro (desde un mandatario extranjero hasta el Fondo Monetario) y cree que lo puede “embaucar” con un alarde de picardía.
El historiador se encontraría con un gobierno que no cree en los hechos, sino en su propio relato. Vería a un presidente que grita y levanta el dedo a los empresarios “que ganaron mucha plata”, mientras ignora la delicadísima crisis que atraviesa todos los sectores productivos del país. Vería a una vocera presidencial que acusa sin pruebas a los adversarios políticos de fomentar un brote de saqueos mientras la realidad la desmiente. O que niega el hambre, mientras las ollas solidarias se montan frente a la Casa Rosada. Vería, también, a una ministra de Salud que rechaza vacunas de la Organización Panamericana de la Salud para comprárselas, más caras, a un empresario amigo del poder. O a otra ministra que compra frazadas con un sobreprecio de casi el 180% para repartir cuando se acaba el invierno. Es difícil saber dónde termina la mala praxis y empieza la corrupción. Las fronteras suelen ser borrosas.
Pero no se trata solo de negación e improvisación. Las últimas “medidas” expresan también una idea del Estado como “repartidor”, no como gestor y administrador. Es una ideología que subestima al ciudadano y lo concibe como “cliente”. Los funcionarios se ven a sí mismos como benefactores que “sueltan la mano” en vísperas electorales, cegados por la desesperación de mantener el poder, sin medir las consecuencias de mediano y largo plazo ni tampoco el efecto más profundo que puedan tener esos manotazos. Los resultados están a la vista: una inflación galopante, un déficit estructural de las cuentas públicas, un achicamiento del sector privado y una degradación cada vez mayor de los servicios esenciales que debe prestar el Estado.
La superposición de parches acentúa, además, el cambio constante de reglas de juego. Impide la planificación, desvía cualquier previsión presupuestaria y consolida una máxima del populismo: pan para hoy, hambre para mañana. Alimenta, mientras tanto, la hoguera inflacionaria y estimula, como todo régimen demagógico, las tensiones y resentimientos sociales: el que no paga el bono es porque “no la quiere poner”. No se contempla la situación de una pyme que tiene su ecuación de costos al límite. Tampoco la de una familia que cumple con todas las obligaciones legales para contar con ayuda en su casa que le permita salir a trabajar y que –acosada por la inflación– no está en condiciones de pagar el nuevo bono para personal de casas particulares. Se ha llegado al extremo perverso de habilitar la “denuncia anónima” para que el empleado que no reciba el pago extra delate a su empleador. Otra vez, la confesión de un componente ideológico anclado en el viejo modelo de los populismos autoritarios: un gobierno que exacerba las antinomias y que fomenta esa lógica binaria de “nosotros contra ellos”.
La escena de un ministro de Economía que reparte plata para apuntalar sus chances como candidato presidencial describe otro rasgo del poder: la confusión ética del que no gobierna para el interés general, sino en beneficio propio, y del que maneja el Estado como si fuera “una caja” al servicio de sus necesidades y conveniencias coyunturales. Por eso los anuncios de los últimos días tal vez deban ser vistos, más allá de sus efectos prácticos, como la exhibición de una cultura política, en la que las distorsiones éticas también han sido una constante: desde el vacunatorio vip hasta el festejo clandestino en Olivos.
Tal vez haya que tomar distancia para analizar el trasfondo de las medidas. No se trata, en definitiva, de treinta mil pesos más o treinta mil pesos menos, que en una Argentina sin moneda son apenas una anécdota, sino de una concepción del Estado y de la administración pública que nos ha traído hasta acá. Las medidas están llamadas a fracasar y a pasar sin pena ni gloria, como todos los parches que se improvisan sin plan, pero el debate de fondo pasa por la lógica, la cultura y la ética que inspiran esos manotazos. ¿La Argentina apostará a la supervivencia o al desarrollo? ¿Seguirá empantanada en el populismo o tomará el rumbo de una democracia moderna? ¿Esperará el próximo bono o se embarcará en el esfuerzo del crecimiento, la estabilidad y la administración responsable de los recursos? ¿Buscará soluciones o fórmulas mágicas? Las preguntas están abiertas. No tendrá que contestarlas un historiador en el futuro, sino los propios ciudadanos en un presente teñido de incertidumbre.