El “plan platita” en la provincia y la trampa de “los regalos”

Kicillof en Maipú, en un reparto de bicicletas

¿Qué Estado queremos? ¿Uno que nos pague la cuenta de la carnicería y nos regale una notebook o uno que genere condiciones para un desarrollo virtuoso y garantice servicios básicos de calidad?

Autor: Luciano Román LA NACION - 13/07/2023


Los sábados, en la provincia de Buenos Aires, el Estado te cubre el 35% de la compra en la carnicería o la pescadería. Si tenés entre 13 y 17 años, la Provincia te carga mil pesos “de arriba” en el celular o en la tarjeta SUBE. Si sos afiliado al IOMA, te entrega gratis medicamentos en la farmacia. Si estás por terminar la secundaria, te paga el viaje de egresados, y si te gustan la ópera o el ballet, no te cobra entrada para ir al Teatro Argentino. La provincia se ha convertido en una especie de piñata que regala cosas en forma indiscriminada. Pero tal vez sea necesario preguntarse: ¿realmente todo esto es gratis? ¿Es cierto que no lo pagamos? ¿Cuál es el costo invisible de este “plan platita” multirrubro?

Hemos naturalizado tanto la cultura del regalo y del subsidio que vemos lo que nos da sin preguntarnos qué nos quita. Pero si intentáramos por un momento ampliar la perspectiva, veríamos que el costo es tan alto como doloroso: todo eso lo pagamos con inflación, con achicamiento del sistema productivo, con pérdida de empleo privado y con la inexistencia de crédito hipotecario para acceder a la vivienda. Pero lo pagamos, además, con dramáticos índices de inseguridad y con un desolador deterioro de la educación y la salud públicas. La pregunta de fondo, entonces, es ¿qué Estado queremos? ¿Uno que nos pague la cuenta de la carnicería y nos regale una notebook o uno que genere las condiciones para un desarrollo virtuoso y nos garantice servicios básicos de calidad? ¿Queremos “entradas gratis” o un marco de estabilidad que asegure el poder adquisitivo del salario y defienda nuestros ahorros? ¿Nuestra aspiración es el previaje o el capital para acceder a una vivienda?

De la cultura del regalo se desprenden también interrogantes éticos: ¿es justo que la clase media acomodada no pague la entrada al teatro lírico del Estado mientras crece la cifra de chicos que no van a la escuela y no completan las cuatro comidas diarias? Por supuesto que el Estado debe fomentar la cultura y financiar instituciones públicas de inmenso valor, como el Teatro Argentino. ¿Pero por qué no se cobra una entrada razonable, o al menos un bono contribución, para grandes producciones artísticas que, por supuesto, son muy costosas, como todo trabajo de calidad? ¿Eso es la “cultura inclusiva”? ¿O lo inclusivo sería que el que pueda pague, y que por esa vía se financien programas que acerquen a los sectores más vulnerables al teatro y a los museos?

¿Es inclusivo e igualitario el subsidio indiscriminado? Es una pregunta que el Gobierno no se hace. Y que, en todo caso, resuelve con eslóganes y muletillas: “cultura para todos y todas”, “soberanía alimentaria”, “ampliación de derechos”. Lo importante es que la consigna no se manche. Así fue como el Estado descubrió, después de veinte años, que les subsidiaba la luz a los vecinos de Barrio Parque.

Hay datos que son tan nítidos e incontrastables como ignorados y manipulados: desde que en los últimos veinte años el Estado institucionalizó el sistema de subsidios (a las tarifas de luz y gas, al transporte, a la cultura, al turismo y al fútbol, por citar solo algunos rubros), hay dos cosas que alcanzaron niveles escandalosos: la pobreza y la corrupción. También creció la deserción escolar. ¿Es casualidad o causalidad? Se regalan viajes de egresados, pero no se garantiza comprensión de texto.

Para hacer crecer la piñata, el Estado exprime con su voracidad impositiva a un sector privado que cada vez se achica más, genera menos trabajo y reduce su inversión. Al mismo tiempo, emite de manera descontrolada y alimenta de esa forma la espiral inflacionaria, además de aniquilar el valor de la moneda. El sector público se hace cada vez más grande, y a la vez más ineficiente. El IOMA regala ibuprofeno, pero obliga a presentar amparos para acceder a drogas oncológicas. El Banco Provincia subsidia la compra de zapatillas, pero no otorga créditos hipotecarios.

En este revoleo de regalos y subsidios se combina el oportunismo electoral con una concepción estatista que cree más en la dádiva que en el logro y en el asistencialismo que en el esfuerzo. Es una mezcla de prejuicio e ideología que siempre ve en el aporte y el desarrollo privados algo sospechoso, además de una amenaza. El negocio del poder es crear dependencia: un gobernante que “concede” y “un cliente” que recibe. Es una ecuación que prescinde del concepto de ciudadanía.

La manipulación dialéctica hace su trabajo: aquel que proponga cobrar entrada para asistir a la ópera Aida o al ballet Romeo y Julieta en el Argentino será acusado de querer “privatizar la cultura”, y el que hable de racionalizar el gasto, establecer prioridades y crear condiciones para bajar la inflación e incentivar la inversión será inmediatamente fulminado: “te quieren quitar derechos”.

La campaña del miedo que hoy lleva adelante el oficialismo se monta sobre esa falacia simplona: “nosotros te damos, ellos te quieren quitar”. Con ese argumento, la trampa busca ser efectiva, y tal vez efectivamente lo sea. En un país empobrecido y jaqueado por una inflación galopante, el subsidio suele operar como una suerte de analgésico o atenuante. Para una clase media angustiada por el deterioro de sus ingresos, por supuesto que las entradas gratuitas, el previaje o el subsidio estatal para comprar zapatillas representan un alivio: “algo es algo; todo suma”. El problema es que ese entramado alimenta la hoguera de una crisis que le quita a esa misma clase media mucho más de lo que el Estado le pueda “regalar”. Esa pérdida es menos visible y allí reside la trampa de la demagogia.

Detrás de los eslóganes también hay negocios gigantescos y empresarios que se sienten cómodos en la cultura del monopolio y el subsidio. El paro del transporte que millones de usuarios sufrieron la semana pasada descorrió de algún modo el velo sobre ese sistema opaco en el que un Estado negligente y prebendario subsidia un servicio que lucra con la ineficiencia y la falta de competitividad. Es un Estado que “aprieta” pero no controla, asociado a un empresariado que cobra, pero no arriesga. Lo explicó Diego Cabot la semana pasada en La Nación: “El transporte de colectivos jamás necesitó compensaciones hasta 2002, pero hoy, para ser precisos, depende en hasta un 90% del dinero del Estado”.

El poder ha malversado los conceptos de igualdad e inclusión. ¿Es inclusivo que los habitantes de las villas les paguen, con el regresivo impuesto inflacionario, el boleto de transporte a estudiantes universitarios, aunque provengan de costosas escuelas privadas y de hogares de clase media acomodada? El eslogan no repara en sutilezas: la bandera del “boleto gratuito” es mucho más poderosa que cualquier desigualdad que pueda encubrir, por más chocante que sea.

Mientras la provincia regala viajes de egresados, hay policías bonaerenses que no tienen chalecos antibalas y patrulleros arrumbados por falta de recursos para repararlos. Un médico de guardia cobra, en la provincia, un salario inferior a la canasta básica y hay colegios que no consiguen profesores de inglés o de matemática porque les conviene más dar clases particulares que ir a enseñar a la escuela pública. ¿Es “inclusiva e igualitaria” esa escala de prioridades?

El gobierno bonaerense ha incorporado 50.000 empleados en cuatro años, pero no en los servicios de enfermería, ni en las aulas ni en las calles, sino en las oficinas administrativas, donde la burocracia crece al mismo ritmo que la inflación. Forma parte del “plan platita”, que así como regala computadoras asegura estabilidad, sueldo y obra social a militantes a los que nadie toma asistencia. ¿Eso es el Estado presente?

Desmontar la cultura del subsidio no es algo que se pueda hacer de un día para el otro, ni tampoco a los empujones. Se trata de un desafío complejo, porque implica corregir distorsiones muy profundas. Pero el debate y las preguntas tal vez sean el primer paso: ¿cuánto nos cuesta el “plan platita” del Estado? ¿Realmente es gratis lo que no pagamos? Las respuestas tal vez dejen al desnudo la trampa del populismo.