La generación "miope" y su impacto sobre la economía mundial.

Mariano Vior

Vivimos en un mundo cambiante. Los cambios afectan nuestros modos de vida y ocasionalmente ponen en peligro nuestra propia supervivencia. A lo largo de la historia, el ser humano ha mostrado una enorme capacidad de adaptación, aunque ocasionalmente determinados grupos no reaccionaron oportunamente y pusieron en peligro su supervivencia.

Autor: Ricardo Arriazu es economista en Clarin - 21/05/2023


La mayoría de estos cambios fueron graduales y dieron tiempo para que la humanidad se adapte. Los cambios climáticos asociados a las eras glaciales son un ejemplo de procesos graduales.

En la última era glaciar el nivel de los mares bajó más de 100 metros y desde hace 10 mil años viene subiendo. Obviamente, estos cambios afectaron la localización y las conductas humanas.

En la actualidad, el 60% de la población mundial vive a menos de 100 kilómetros de las costas, y de las 183 ciudades con más de un millón de habitantes 68 son puertos. Los impactos de la suba del nivel del mar serán significativos, pero una evolución relativamente lenta seguramente permitirá la adaptación.

En ocasiones los cambios son violentos. Hace 74 mil años, la erupción del supervolcán Toba en Indonesia casi hizo desaparecer a la raza humana; sin embargo, evidencias recientes muestran que la humanidad migró y se adaptó en otras regiones.

Los cambios culturales y tecnológicos toman también su tiempo, pero comparado con la mayoría de los fenómenos naturales son muchos más rápidos.

La población humana se mantuvo relativamente estable hasta que la domesticación de los animales y de las plantas facilitó la producción de alimentos y llevó a la construcción de ciudades, permitiendo un gran crecimiento de la población que pasó de unas pocas decenas de miles a un poco más de 200 millones, nivel que se mantuvo relativamente estable hasta el año 1000 de nuestra era.

Este número comenzó a incrementarse a partir del Renacimiento y de la Revolución Industrial, pero la verdadera “explosión” se dio en el siglo XX con el avance de la medicina, lo que permitió reducir la mortalidad infantil e incrementar la expectativa de vida.

En este proceso la población pasó de 1500 millones a principios del siglo hasta casi 8 mil millones en la actualidad. La expectativa de vida al nacer pasó de 35 años en 1900 a más de 70 años, mientras que la tasa de mortalidad infantil bajó de 165 a 7 cada mil habitantes.

Estos cambios muestran tres etapas claramente diferenciadas: una primera etapa donde baja la tasa de mortalidad infantil, se incrementa la expectativa de vida, pero no baja la tasa de natalidad y la población crece a un ritmo muy acelerado; una segunda etapa en donde comienza a bajar la tasa de natalidad y a crecer menos la población; y una tercera etapa donde disminuyen las mejoras en la mortalidad infantil y en la expectativa de vida, se acentúa la disminución de la tasa de natalidad, la población “envejece” y comienza a bajar la población total.

Estas tendencias se ven claramente al examinar la evolución de la población mundial y su composición por edades. La tasa de crecimiento de la población mundial pasó de un promedio anual cercano al 2% en 1950 al 1% hoy.

Con respecto a la distribución por grupos de edades la participación de menores de 9 años en la población mundial se incrementó originalmente del 24,39% al 27,16%, para luego bajar al 17,13%, mientras la participación de mayores de 65 años pasó de 5,13% al 9,63%. Esta tendencia es mucho más marcada en los países desarrollados.

Los efectos de estos cambios sobre la economía y sobre los sistemas de seguridad social son notorios.

La primera etapa genera lo que se denomina el “bonus demográfico”; al tener que mantener menos chicos y crecer la población en edad de trabajar, crece la tasa de ahorro y la posibilidad de financiar una mayor tasa de inversión (no siempre sucede porque muchos individuos prefieren incrementar el consumo).

En la tercera etapa comienzan los problemas: al al bajar el ratio entre trabajadores activos y personas inactivas, baja la tasa de ahorro, disminuye la tasa de crecimiento y aparecen las dificultades para financiar a la población de mayor edad (potenciada por los gastos de salud).

Históricamente la unidad básica de la seguridad social era la familia, en la que sus miembros “activos” mantenían a sus miembros inactivos. Con la aparición de los sistemas estatales de reparto se pasó a un sistema en el que trabajadores de cualquier familia mantenían a los inactivos de cualquier familia (sistema de reparto).

La tercera etapa se basa en el ahorro individual, ignorando que ese ahorro se lo tengo que prestar a alguien que me lo tiene que devolver para financiar mis gastos cuando ya no sea activo. La enseñanza es que siempre es un trabajador activo el que financia a una persona inactiva.

Aquí es donde aparece la generación “miope” que prefiere ignorar los efectos de estos cambios demográficos, lucha para mantener los beneficios vigentes y argumenta “no necesito ni tener hijos ni que nadie me financie”, sin darse cuenta que eso es imposible. Los recientes eventos en Francia son un claro ejemplo de esa “miopía”.

La tasa de dependencia en Francia pasó de 71% a 81%, pero estos valores no toman en cuenta que la edad de retiro es 62 años (y no 65) y que la expectativa de sobrevivencia a partir de los 62 años es de 24 años, por lo que mantener los actuales beneficios llevaría a una crisis económica muy severa.

Una persona que ahorrara entre los 20 y los 62 años el 30% de sus ingresos y quisiera obtener después de su retiro ingresos equivalentes al 90% de sus ingresos cuando trabajaba solo ahorraría el 58% de lo que necesitaría.

Dentro de este contexto, las únicas alternativas son incrementar las contribuciones, bajar los beneficios o elevar la edad de retiro. La idea de utilizar otros recursos para financiar estos gastos, implicaría bajar la tasa de ahorro, reducir la tasa de inversión y reducir la tasa de crecimiento y los niveles de vida de toda la población.

Creo que no hace falta explicar cuál es la situación argentina.