"De pasto a leche"

En la lechería argentina hay distintos sistemas, cada vez más tecnológicos.

La evolución productiva de una empresa familiar, contada desde 1993. Ahora el campo tenía que acompañar a la vaca.

Autor: Héctor Huergo Editor de Clarín Rural - 18/02/2023


La nota de tapa de esta edición de Clarín Rural desmenuza el emprendimiento de Rafael Llorente y familia, con un flamante tambo estabulado en Arenaza (partido de Lincoln). Es un lindo caso para recorrer la historia de la tecnología de producción de leche desde que se desencadenó la Segunda Revolución de las Pampas, hace 40 años.

Tuve el privilegio de participar de un viaje con el CREA Lincoln (lechero) a Estados Unidos y Gran Bretaña, en 1993. Ese CREA hacía punta en lechería. Venían evolucionando desde un modelo eminentemente pastoril (el “De pasto a leche” de Mc Meekan), con suplementación con balanceado adentro del tambo (“2 golpes de soga” para las de más de 20 litros, un golpe para las de menos). El número que todos miraban era la cantidad de grano por litro de leche, considerando que cuanto menos se era más eficiente.

El sistema era muy dependiente de la estacionalidad del pasto y la evolución climática. La usina quería leche en invierno, y lo más parejo posible durante el año. Muchos técnicos proponían imitar a Nueva Zelanda, donde los tambos acompañan la curva del pasto y concentran la producción en primavera/verano. Pero llegó el silo de maíz y cambió la historia. El CREA Lincoln fue el primero en incorporarlo, al principio con timidez. No tardaron mucho en convencerse.

Empezó Alberto Hardoy, en Las Raíces Viejas (Junín). Alberto decía que había “chocado contra el techo” y de pronto encontró una claraboya para escapar hacia arriba. Otro innovador nato. Había traído el trébol rojo Quiñequeli, el raigrás Tama y las alfalfas sin latencia. Todos saltos de productividad en la producción de pasto, siempre considerado lo más barato. Pero siempre también atado al paradigma de la producción estacional.

La “función vaca” dependía de la “función campo”. Cuando descubrió el silo de maíz, se entusiasmó tanto que a los dos años se convirtió en contratista, participando de una empresa que había desarrollado las primeras picadoras automotrices de picado fino en la Argentina. Puso a su ex tambero, Juan Barneix, como encargado del equipo. El hijo de Juan, Walter, tenía veinte años y se inició como maquinista. Hoy Walter es uno de los grandes contratistas de silaje, con una empresa de lujo.

La producción ya no dependería del pasto de cada día. Que requería de una “reserva forrajera” para los baches estacionales o climáticos. El silo de maíz era caro. Llorente “la vio” enseguida. Habían aparecido los híbridos super precoces de ATAR y vio la oportunidad de contar con forraje conservado de alta concentración energética ya en marzo.

La vaca ya no dependería del pasto de cada día. Algo fundamental, porque la evolución genética (con la incorporación de semen Holstein americano y canadiense) había derivado en un enorme salto en la productividad de las vacas. Para que ese potencial se expresara, había que subir el plano nutricional y, sobre todo, hacerlo constante. En lugar de que la vaca acompañara al campo, ahora el campo tenía que acompañar a la vaca, la unidad de transformación.

Pero la base seguía siendo pastoril. El mejor manejo generaba excedentes forrajeros que había que aprovechar. El rollo no maridaba bien con el nuevo modelo, porque era muy difícil lograr forraje de calidad. Era ideal para el viejo concepto de “reserva”: un seguro por si la mano venía mal. Pero no para darle de comer a vacas de más de 30 litros.

Ese fue el gran disparador del viaje de 1993. Había aparecido la alternativa del henolaje (silopaq), que consistía en hacer rollos de pasto húmedo. Era ideal para ir ensilando los sobrantes, que con el manejo de los rotativos con alambrado eléctrico se daban en pequeñas parcelas. No había espacio para el contratista, cada productor se tenía que arreglar con lo propio. Parecía interesante, pero había dudas. Ese fue uno de los grandes ejes de aquel viaje de 1993. Al final entró el picado, y también se consolidó definitivamente el concepto del TMR y el mixer. Ya no la soguita en el tambo, la ración totalmente mezclada en el comedero.

Así, todo se fue ordenando de otra forma. Fue más fácil crecer en escala, porque ya no era necesario que las vacas caminasen tanto del tambo al lote, ida y vuelta dos veces por día. Y cada vez más lejos a medida que se agrandaban los rodeos. Llegaron los corrales, los encierros cada vez más permanentes. Aparecieron otros problemas. El barro, el descubrimiento de que la vaca confortable era también la más productiva. De la media sombra al techito. De pronto, los grandes establos, cama fría, cama caliente, el manejo de la bosta.

Hoy en la lechería argentina conviven muchos sistemas. Los cambios son complejos, costosos, llenos de nuevos requerimientos. También en Nueva Zelanda se abre paso la idea de otro ordenamiento. Cada uno sabrá qué es lo que le conviene. Llegan nuevas tecnologías, como la robotización, que para algunos fortalece la tendencia al confinamiento y para otros puede compatibilizarse con el modelo pastoril tradicional.

Cuando aquel profesor e investigador de la Universidad de Florida explicó al grupo cómo era un tambo en esa región, algún miembro del grupo dijo que habíamos ido al lugar equivocado. Que nuestros tambos no eran así, que eso no se compadecía con nuestro sistema. Rafael escuchaba atentamente y tomaba nota.

Pase y lea.