Mucho más que unas cuantas protestas populares.

Manifestantes marchan con una bandera que dice "Somos democracia" durante una protesta para reclamar la protección de la democracia del país, en Sao Paulo, Brasil, el lunes 9 de enero de 2023. (AP Foto/Andre Penner)

Es probable que si pretendemos seguir administrando los fenómenos políticos con el herramental de otra época, los ciudadanos, que ya no responden a ese sistema, sigan quemando neumáticos y gritando desaforados

Autor: Marcelo Elizondo PARA LA NACION - 31/01/2023


Hace algunas semanas asistimos a imágenes impactantes de protestas masivas ocurridas en Brasil. Aunque vamos perdiendo la sorpresa: decía Aristóteles que la costumbre debilita el asombro. Y ya habíamos visto otras en Irán, el Reino Unido, Francia y China. Y antes en Estados Unidos, Chile, el Líbano, Sri Lanka e Israel. Una sensación de inconformismo generalizado opera como elemento común en ellas.

No es fácil acceder a conclusiones sobre fenómenos sociales mientras ellos ocurren. Será la perspectiva histórica la que conceda luz (creía Ortega que la perspectiva organiza la realidad). Pero, dada la transversalidad del fenómeno, algunas evaluaciones preliminares pueden ser efectuadas ahora.

Las poblaciones de diversos sitios padecen la combinación de cinco fenómenos críticos: la sustancial modificación de nuestras referencias operativas (la revolución tecnológica), el debilitamiento de nuestros continentes sociales tradicionales (las organizaciones se están licuando), una extendida alteración emocional (derivada de la emergencia de la cultura de lo inmediato, una de las mayores transformaciones sociales de la época), la globalización individual (especialmente a través de las nuevas tecnologías de la comunicación personal) y el ocaso de las formas tradicionales de la autoridad.

Un efecto de ello es la transformación de la proximidad. La proximidad es la gran referencia humana. Dice el diccionario que la proximidad es la circunstancia de estar cerca de algo que se toma como referencia. Pues eso –que supo ser propio de los padres, los maestros, los vecinos, el cura del barrio, la autoridad política nacional– hoy está en otro lado.

Enseña el antropólogo inglés Daniel Miller que un factor sustancial en este proceso es la emergencia totalizante del “teléfono” móvil (las comillas se refieren a que de teléfono ya tiene poco). Que ha producido la muerte de la vieja proximidad y ha pasado a ser nuestro hogar digital y portátil. Añade que en el tipo de uso que le damos ofrecemos nuestra personalidad, nuestros intereses, nuestros valores. El aparato ha expandido las interacciones humanas creando tiempos sociales con otras personas antes inalcanzables.

Las nuevas tecnologías (también una computadora conectada o aun un aparato de televisión) nos han concedido nuevas pertenencias. No hace tanto que la comunidad derivaba de la sociogeografía. Pero hoy lo próximo es aquello con lo que nos identificamos sin importar (muchas veces sin siquiera saber) dónde está. Hoy, los que compartimos algunos valores nos encontramos más “cerca” entre nosotros sin importar en qué sitio físico estemos. Y, consecuentemente, la pertenencia al grupo asentado en el territorio pierde valor relativo. Los míos no están ya necesariamente acá.

Dice el francés Olivier Marchon que cuando apareció internet se la definió como un espacio de expresión, como una nueva imprenta (para hacer un paralelo con Gutenberg, que cambió al mundo en su tiempo); pero que esa idea sobre internet ahora es insuficiente porque hoy se trata de un lugar donde debatimos, compramos, nos entretenemos, discutimos: es un lugar donde vivimos. Un espacio de geografía virtual, un nuevo y gigantesco continente.

Luego, la nueva proximidad (des-geográfica) permite seleccionar vínculos y asentar pertenencias fuera de la localización tradicional (lo que hace más evidentes las diferencias con vecinos y connacionales). Y reduce la presión conductual que el viejo colectivo imponía: el Estado, la nación, el barrio nos suponían un límite social que ahora se desvanece. Ya les pertenecemos menos. Y en ocasiones nos molestan.

Más: las nuevas tecnologías nos permiten acercarnos en la percepción (y pretenderlas) a diferentes calidades de vida que antes quedaban lejos, en la fantasía de un libro o de una película. Y ahora son “nuestras” en la pantallita. Decía Einstein que el universo de cada uno se resume en el tamaño de su saber. Pues hoy conocemos mucho más y, consecuentemente, nos revelamos más rápido contra lo desagradable (que hace unas décadas no era más que lo inevitable). Pensó Chesterton que el ser humano bascula entre su destino y su albedrío. Antes lo primero prevalecía y ahora lo segundo se amplía. Escribió Naguib Mahfuz que el hogar no es el lugar donde hemos nacido sino el lugar donde todos los intentos de escapar finalizan. Pues antes esos intentos (porque no se podía otra cosa) finalizaban a pocos metros de donde nos asentábamos; mientras hoy tienen por límite la capacidad de conexión digital.

Además, hay algo pocas veces advertido por los que ya hemos logrado más edad: las redes sociales se crearon hace unos 25 años, y la mediana de la edad mundial es 30 años. Las aspiraciones de la mayoría no provienen ahora (como nos ocurrió antes) de las aulas escolares, los cuentos del abuelo inmigrante o la ética del vecindario. Decía el checo Rainer María Rilke que la verdadera patria del ser humano es la infancia. Pues la patria de esa (nueva) mayoría en el planeta no es la misma que la de muchos que nos sentamos a analizar lo que ocurre. La mayor presión “migratoria” planetaria no se desplaza: es la de las nuevas generaciones sobre las anteriores.

La transformación en el planeta es hoy la mayor desde la Revolución Industrial. Si aquel movimiento generó enormes efectos sociales, políticos, culturales, científicos, no deberíamos sorprendernos tanto por esos días de lo que nos está ocurriendo. No importa dónde estén: las personas quieren vivir como en los países ricos, o rodearse de los que comulgan con los mismos valores, o ser lideradas por los que comparten modelos culturales, o ser parte del lenguaje de los coetáneos. Pero como no todos queremos de la misma manera, ahora en un clic nos vinculamos con los que quieren igual que nosotros. O –a contrario sensu– nos desvinculamos. Entonces, cuando en la zona geográfica (ciudad, país, región) aparecen diferencias, se analoga en ella la reacción que tenemos en el mundo digital.

Desde ahí hay poco camino hacia una crisis en el poder político (que es, por definición, localizado). O en el poder de los padres, los maestros o cualquier líder institucionalizado que pretende integrar (sintetizar) heterogeneidades. La política, por ende, está sometida a una gran amenaza: el Estado nacional se inventó para una época “geográfica” (la propia definición del Estado de Mario Justo López incluye a un poder político ejercido sobre una población en un territorio). Pero esa conjunción ya no existe. La población no se asienta ya en un territorio. Y hay algo más profundo que se vincula con la política: por definición, ella pretende sintetizar, mientras la extendida tecnología de la época (como profetizó Toffler) invita a desagregar.

A todo esto hay que añadir que las nuevas tecnologías perforan intimidades. Todo se sabe hoy a partir de una captura de pantalla. Por ende, ya no hay líderes providenciales posibles, porque las mismas miserias que siempre existieron y antes permanecían ocultas (las tuvieron los grandes como Churchill, Kennedy o Mitterrand) hoy se publican y hasta exageran. Muere la magia. Es probable que si pretendemos seguir administrando los fenómenos políticos con el herramental de la época previa, los ciudadanos, que ya no responden a ese sistema, sigan quemando neumáticos, gritando desaforados, convocándose contra los adversarios vecinos.

A los teóricos y prácticos de la política habría que recomendarles que comenzaran a pensar en algo nuevo. Aunque es cierto que es más fácil empezar a entender lo que ocurre que crear un nuevo instrumento para administrarlo.

Analista económico internacional. Profesor universitario