Necesidad de una renovación institucional.

Daniel Roldán

La idea de que vivimos gobernados por una “casta” no es argentina, ni sólo latinoamericana, y si ella se ha extendido tanto, por tantas partes, casi al mismo tiempo, es porque encierra algo que en demasiados lugares se reconoce como cierto.

Autor: Roberto Gargarella es profesor de Derecho Constitucional (UTDT-UBA) en Clarin - 11/01/2023


Ello, aunque lo que esa expresión oculta es todavía más importante que lo que muestra. ¿Qué es lo que esa idea sugiere? Lo que sugiere es que muchos objetivos sociales compartidos (paz, justicia, libertad, etc.) se ven frustrados no como producto de catástrofes naturales o desgracias ocasionales, como la pandemia, sino como resultado de una clase dirigente, que gobierna en su propio provecho.

Claro, la explicación gana particular atractivo, seguramente, tanto por su apelación conspirativa (“ellos son los que impiden que todos los demás estemos bien”), como por el modo en que nos libra a nosotros, los ciudadanos comunes, de toda responsabilidad en la generación de los males colectivos que padecemos (“los culpables son ellos”).

Sin embargo, a pesar de que nos duela, la idea de una “casta” que gobierna a nuestras espaldas y reparte beneficios exclusivos entre sus miembros, involucra intuiciones socialmente muy extendidas.

Desde hace décadas, y por razones muy diversas, el sistema de la representación política está en crisis, y quienes ocupan posiciones de poder en ella, encuentran medios institucionales e incentivos (todos los incentivos, diría) para beneficiarse a sí misma, a costa del resto.

¿Qué razones han favorecido esa crisis? Muchas, seguramente, y entre ellas, la mayor heterogeneidad de la sociedad, con más y más variadas necesidades e intereses que satisfacer; la dificultad efectiva de “representar” a una sociedad plural y multicultural; la (consiguiente) pérdida de fuerza de los partidos de masas e ideológicos; la burocratización y profesionalización de la política (la vieja “ley de hierro de la oligarquía” de la que hablaba el sociólogo alemán Robert Michels); el modo en que se han ido corroyendo por dentro las viejas instituciones; etc.

Dicho lo anterior, debe subrayarse inmediatamente que la noción de “casta” también “oculta” algo importante, tanto o más relevante que aquello que visibiliza. Por un lado, dicha noción sugiere algo falso, esto es, que una persona (un “león”), o una “nueva dirigencia”, honesta y jovial, podrá resolver de una vez los problemas políticos que padecemos, cuando finalmente se haga cargo de la catástrofe institucional que hoy nos asfixia.

Por otro lado, y lo que es más importante, la idea de “casta” invisibiliza lo que resulta crucial, y es que aquí no hablamos de un problema de individuos, personalidades o rasgos de carácter (los “honestos” que se juegan por el país, contra los “corruptos” entregados al extranjero), sino de cuestiones institucionales de carácter estructural -problemas que tienden a afirmarse y reproducirse con el paso del tiempo.

Y es que son tantas las posibilidades de utilizar las palancas del poder para el propio beneficio (lo cual lleva, al grueso de la clase dirigente, a “pactar” entre sí la preservación común de esas ventajas), y tantos los incentivos para hacerlo (ante la falta de controles y la “colonización” de los organismos de supervisión existentes) que lo que resulta esperable es que los “nuevos sujetos” que ocupen los “viejos cargos,” una vez en funciones, repitan desde el poder los mismos vicios que denunciaban desde el llano.

Ninguna sorpresa: esto mismo es lo que comprobamos, una y otra vez, luego de la llegada a la Presidencia o al Congreso de aquellos que prometían, durante sus campañas electorales, ser implacables frente a los “privilegios de la casta”: bastan unos pocos días en el poder para advertir que ya usufructúan, con naturalizada suficiencia, de las prebendas y canonjías de las que hasta ayer abjuraban. Pero, otra vez, el problema no es que “esta persona tampoco resultó buena/honesta”: el problema es el entramado de incentivos que permite y fomenta ese tipo de comportamientos.

En la actualidad, padecemos en el país a un elenco de gobierno que, seguramente, es el peor de la historia democrática argentina: un grupo de delirantes que se golpean entre sí, mientras lanza garrotazos al aire, buscando acertar a alguno de sus adversarios. Toda la energía política dedicada a ello: a intentar, con llamativa torpeza, la destrucción del otro. La mala noticia es que, dentro de este marco, el futuro no resulta particularmente prometedor. Tendremos gobiernos mejores (difícil empeorar al actual), pero los problemas de fondo están llamados a mantenerse.

En todo caso, la esperanza reside en las lecciones que, ojalá, hayamos ido aprendiendo con el tiempo: que no hay buenas razones para confiar en un nuevo líder o en una nueva generación “salvadora”; que necesitamos de una renovación institucional que asegure mayores espacios ciudadanos para la decisión y el control del poder; que la democracia no es, como quiso enseñarnos el kirchnerismo, un sistema para la periódica elección de líderes (“forme su propio partido y gáneme”), sino algo más bien contrario a lo propuesto: la democracia es, y debe ser, lo que los ciudadanos construyamos políticamente, entre elección y elección.