En la década del 60 germinó la idea equivocada de que el sector agrícola-ganadero fue un freno a la industrialización del país, al no haber una clase autóctona que reinvirtiera sus utilidades.
Hacia la segunda mitad de los años 60 se extendió un diagnóstico acerca del curso trastornado del crecimiento económico argentino: la carencia de una verdadera “burguesía nacional” patriótica, que reinvirtiera sus utilidades en el país. La idea se referenciaba en la Federación Industrial del Estado de San Pablo (Fiesp) al compás de la transformación de Brasil en una potencia industrial.
Autor: Jorge Ossona PARA LA NACION - 10/01/2023
El razonamiento era simple: los productores cafeteros paulistas habían capitalizado su renta en la industria. Nuestra “oligarquía terrateniente”, en cambio, era una clase neocolonial, aferrada a la producción agropecuaria que condenaba al país a un estatus dependiente.
Algunos fueron más lejos acusando de “traición” de aquel brote germinado durante los años 30, la Segunda Guerra, y, sobre todo, el peronismo, que tanto había contribuido a fortalecerla mediante el consumo popular. Se le achacaba haber realizado sus beneficios en la compra de campos y bienes suntuarios para ingresar al olímpico mundo de los “dueños del país”. El peronismo había sido, así, una “revolución industrial inconclusa” por la defección de uno de sus pilares.
Estas interpretaciones respondían a varios factores coyunturales. En primer lugar, al clima ideológico con sus concomitantes “teoría del desarrollo” y “de la dependencia”. Grosso modo, la primera entendía que el único crecimiento ponderable era el industrial, cuyo despliegue requería erradicar los frenos estructurales procedentes de sectores agrarios retardatarios que obturaban el flujo de mano de obra y un mercado de consumo de fuste para las actividades manufactureras. La solución genérica que se predicaba para resolver ese escollo era la “reforma agraria”, que habría de liberar de una vez las fuerzas productivas desplazando a las viejas clases neocolonialistas.
Si bien boyaban en los ámbitos académicos y militantes desde principios de los 60, fue la crisis política abierta por el Cordobazo de mayo de 1969 la que las convirtió en sentido común. Lo interesante era que no se restringía solo a la izquierda y al progresismo, sino a segmentos de la corporación militar gobernante que empezaron a recapitular la archivada ideología “industrialista” del Ejército durante los años 30 y 40, e incluso a recordar con menos perjuicios a la figura del propio Perón, tanto por su supuesto “industrialismo” como por su concepción de la sociedad política: la “comunidad organizada”. Al cabo, ¿no había comunes denominadores entre el “comunitarismo” predicado por la dictadura del general Onganía y la doctrina justicialista?
La coyuntura histórica y el balance de la versión local de la teoría del desarrollo encarnada en las figuras del expresidente Arturo Frondizi y de su socio ideológico Rogelio Frigerio atizaban la tentación. Después de todo, pese a su fulgurante comienzo en 1959, las inversiones extranjeras esperadas para el big push argentino se estancaron pocos años más tarde, con lo que el país siguió creciendo más por la inercia de su capacidad instalada combinada con los esfuerzos estatales en modernizar la infraestructura mediante obras monumentales como El Chocón-Cerros Colorados, la modernización portuaria, vial y la avanzada central nuclear de Atucha.
Con un Brasil receptor en gran escala de ese flujo y sus asombrosos resultados, no quedaba otra opción que apostar a una “burguesía nacional” como la Fiesp. A tales efectos se dispuso que los sacrificios fiscales, por fin logrados merced a una macroeconomía más o menos equilibrada, debían orientarse decididamente a promover industrias “de interés nacional” que reinvirtieran sus utilidades en el país y no las “fugaran” como “las multinacionales” a sus casas matrices. Ese fue el sentido de algunos proyectos alumbrados desde el gobierno del general Levingston, como la “ley del compre nacional”, que excluía de las licitaciones públicas a las firmas extranjeras.
Las prerrogativas no se quedaban allí y se extendían –como a estas últimas– a la reserva del mercado interno, los créditos a tasas de interés negativa, exenciones impositivas y tarifas de servicios públicos diferenciales. Las ramas estratégicas escogidas fueron la producción de aluminio, el papel prensa y la petroquímica. Pero la elección no fue el producto de una acción económica planificada, sino otra de índole política, en la que dejaban su huella reconocidos operadores de diferentes lobbies expertos en arrancarles negocios a los gobiernos “patrióticos”. Y más allá de las diferencias política, hasta se podría trazar una línea de continuidad entre los finales de la denominada Revolución Argentina, el peronismo brevemente restaurado en 1973, el Proceso y la primera etapa democrática.
La entelequia no dejaba de ser antojadiza por varias razones. En el primer caso, porque la Argentina había exhibido desde sus orígenes elites económicas inasimilables a una oligarquía feudal y retardataria. Por el contrario, si bien nuestras ventajas comparativas entre fines del siglo XIX y 1930 estimularon un imponente desarrollo agropecuario, este arrastró también a industrias ligadas al mercado interno en el área alimentaria y el calzado. Nuestros terratenientes percibieron el segmento más rentable en cada momento combinando su core business con actividades comerciales, financieras e industriales. A principios del siglo XX se podían percibir profesionales que ocupaban cargos en los directorios de más de una empresa e industriales que compraban campos y productores rurales que invertían en la industria.
El proceso continuó durante el período de entreguerras. La inflexión se produjo durante la segunda posguerra, cuando se impulsó una industria ingenua y fiscalmente muy costosa, dependiente de la compra de materias primas que el país no producía. Aliada con los sindicatos de trabajadores urbanos, se entreveró en una disputa con el exigido sector agropecuario que, luego de treinta años de estancamiento por el cierre de sus mercados internacionales, empezó a revitalizarse a mediados de los 60. Por lo demás, la comparación con Brasil resultaba más de un nacionalismo herido que de un análisis racional, pues sin una reserva de mano de obra multitudinaria y baratísima, el mercado interno ofrecido por su población y sin materias primas básicas, un desarrollo análogo era impensable.
Luego, la confluencia de la apertura comercial y financiera de fines de los 70 supuso un gran golpe para sectores enteros de nuestra industria, aunque no tanto para los exponentes selectos de la “burguesía nacional”, cuyas prebendas siguieron poniéndolos al resguardo de la competencia. Y un desenlace paradojal: muchas empresas que insinuaron cierta competitividad exportadora genuina hacia fines de los 60 se rezagaron o desaparecieron, mientras que las subsidiadas y destinadas para el mercado interno definieron proyectos de escala exportadora.
Fue en ese sector que el gobierno alfonsinista cifró su esperanza de recuperación del desarrollo. Su final hiperinflacionario demostró que en este mundo global el origen nacional no obliga a reinversiones locales con fines “patrióticos”. Mucho menos cuando los grandes desequilibrios macroeconómicos resultan del enjuague corporativo entre empresarios “nacionales”, políticos, sindicalistas y operadores de diversa índole en las antípodas de un capitalismo maduro.